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Darío y Maxi, los actos. Veinte años después

A 20 años de la Masacre de Avellaneda y el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, una reflexión del militante y concejal de Ciudad Futura Pitu Salinas.

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Es muy difícil simbolizar de una forma tan pura y exacta la acción. Incluso más: el arrojo, ese instinto silvestre de actuar. Pocas veces, poquísimas veces si uno lo piensa bien, el gesto logra contener tan densamente un acto y sus sentidos más profundos. Creo que fue así como ví por primera vez a Darío. No logro recordar si era una remera, o una pared; pero era esa imagen, ese símbolo que contenía su acción inapelable. Su acto: convergencia precipitada entre el extremo mismo de los nervios, una ética de la solidaridad incorruptible y las pulsaciones del miedo. Ahí está Darío, en cuclillas ante dos muertes: la de Maxi, irreversible, y la suya, suspendida unos instantes, corolario del más noble y desinteresado instinto humano.

Hoy se cumplen veinte años de esa jornada que cristalizó para siempre el choque irremediable de dos mundos, de dos pulsiones opuestas e irreconciliables: la Masacre de Avellaneda con sus contornos sombríos de planificación y ejecución, y el gesto militante que retrató su universo opuesto, el último acto solidario que ejerció Darío en su cortísima vida, que fue precisamente auxiliar a un compañero en las entrañas de esa cacería criminal e impune.

Entre el vértigo y el misterio, han pasado veinte años que son profundamente nuestrxs, que llevamos adheridos con sus relatos pletóricos de altruismos pero también de miserias, de pequeñas heroicidades y trapisondas que acechan como las balas en los barrios. Es la historia viva de una generación militante, que es íntimamente la nuestra, y la traducción que cada quien elabora de ese pasado casi presente para un futuro distinto.

Veinte años después, la pureza y humanidad que se consagran en ese símbolo continúan marcando un rumbo ineludible en este páramo de colapsos y precariedad. Y quizás por eso necesitamos como nunca antes aferrarnos al sentido profundo de esta fecha y sus símbolos, atesorarlos como las coordenadas precisas desde donde ejercer el legítimo derecho a rememorar lo mejor de nosotrxs mismxs, pero desde donde también podremos extraer las mejores claves para revisar la cultura política de nuestros movimientos y experiencias populares. Porque si necesitamos hacerlo, deliberadamente debemos hacerlo desde ahí, y no bajo el influjo o empujados por esos otros actos, que no son más que escenificaciones donde discurren y se sobreinterpretan las más miserables disputas palaciegas e internas del poder, donde el cuadradito del organigrama prevalece sobre el proyecto y la esperanza, donde hay quienes creen que todas sus batallas son la última batalla, y se arrogan la licencia de confundir su encono más reciente con la historia siempre imperfecta de organización de lxs excluidxs de nuestra Patria.

Para todas esas enormidades Darío nos ayudará. Porque como alguien escribió alguna vez: “Yo sé que Dario no se irá, resplandecerá en la rebeldía obstinada que siempre reverdece entretejida en la tela de los subsuelos y los invisibles preludios. Dario será sustento y vino que enturbiará los rituales de los que confunden sus caprichos con los derechos sociales, de los que creen que el saqueo es una fuente estable de recursos. Dario nos ayudará a sostener la ira para que las lágrimas se nos hagan escorpión o látigo, para pegar justo en el centro de la magia a la hora de la rebelión, para que la piedra se haga palabra y las canciones se hagan suburbio, para que la conciencia se encuentre con la dicha y viceversa”.

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